La prensa de Barcelona lleva una temporada poniendo énfasis en el cierre de establecimientos emblemáticos, que llevaban muchos años funcionando y que, al final, desaparecen, o cambian de negocio o de localización. Una pérdida, claro, al menos sentimentalmente, y como tal la presentan los medios de comunicación, haciéndose eco de argumentos como “nadie nos ha ayudado”, “los impuestos nos consumen”, “el ayuntamiento no hace nada por salvarnos” o “los clientes nos han abandonado”.
Es verdad: la culpa es siempre de los demás. “Alguien” debió haber hecho algo por nosotros. La economía es exigente. A pesar de la sociedad de la opulencia en que vivimos, los recursos son escasos. Si tu negocio no tiene futuro, si tus clientes no te compran, ¿alguien tiene obligación de ayudarte, si esto significa dedicar recursos a un comercio sin demasiado futuro, cuando hay tantes necesidades que atender? ¿Tiene el propietario del local que renunciar a unos ingresos, si tu empresa no puede pagar el alquiler?
Todo suena a muy lamentable, pero esa es la exigencia de la eficiencia. La eficiencia es buena: es usar los recursos del modo más adecuado, aunque no sea el que a nosotros nos gustaría. Y esto vale para las tiendas antiguas (la noticia que provoca mi comentario es el cierre de una tienda de venta de disfraces) y para las nuevas, y para todas las empresas. Por eso, cuando los gobiernos dicen que un banco es “demasiado grande para dejarlo quebrar”, lo que está confesando es que el poder político del banco, o sea, de sus gestores, es demasiado grande. Probablemente debió quebrar ya hace unos cuantos años, y el intento de salvarlo es, simplemente, un mal uso de los recursos de todos. Puede haber excepciones, claro: cerrar un hospital para gente sin recursos porque no es “eficiente” desde el punto de vista económico puede no ser la mejor decisión, porque la eficiencia no es el único criterio. Pero me parece que esto no vale para una tienda de disfraces, cuya función social es eminentemente económica.